jueves, 19 de mayo de 2016

HOY NO FÍO, MAÑANA SI

HOY NO FÍO, MAÑANA SI






Parecería este el rótulo de una tienda de barrio apostada cerca de la esquina, con caramelos y legumbres para la vecina que debe comprar junto a su casa. Pero no. Es la leyenda que queda en una vieja refrigeradora de la cocina comunal en la que fue la escuelita Luis Góngora Salvarrìa en el recinto Paraíso Pita, ubicado en el límite entre Santo Domingo y El Carmen.

Uno se llena de un gusto especial llegar a ese caluroso lugar, con una inmensa cancha en donde todavía permanecen los dos pares de arcos, seguramente ahí se celebraban durísimos partidos de fútbol en el recreo. Recorro las aulas abandonadas y me estremece recordar el eco de las voces de 120 niños que estudiaban en la escuela. Una institución que nació por el empuje de sus padres de familia y la comunidad. Me cuenta un padre de familia que me acompaña, que construyeron 5 aulas, tenían agua suficiente de pozo profundo y con bomba succionadora, energía eléctrica, un laboratorio de computación con 10 equipos, trabajaban 5 profesores fiscales y atendían desde el inicial hasta la educación básica.

Contaban además con una cocina bien equipada, con refrigeradora, mesas y sillas para servir a los niños el almuerzo escolar hasta que ya no recibieron. Luego, se convirtió en el bar y de ahí el letrero en la refrigeradora, por si a alguien le daba antojo de fiar. Ahora, todo está vetusto, su falta de uso ha oxidado lo que con tanto esfuerzo compraron en la comunidad.

Pero, ¿qué pasó? ¿Por qué tanta desolación? ¿Hubo una peste o se fueron de ese lugar todos? Nada que ver. Es la aplicación absurda de las nuevas políticas de gobierno, del Ministro de Educación y del sistema, que fusiona las instituciones creando hacinamiento escolar en infraestructuras que servían para pocos y ahora deben soportar el triple.

Es este sistema cruel que no le importa la suerte de los estudiantes de las escuelas de la comunidad campesina, que procura la urbanización de todo y por lo tanto el abandono del campo, destruyendo el tejido social, la organización para luchar por sus derechos y obligando a salir y formar nuevos cinturones de miseria.

Es la historia de 120 estudiantes de esta escuela, de los cuales la mitad salieron a las escuelas de El Carmen y los otros simplemente se quedaron sin ninguna oportunidad de estudiar, es decir serán los próximos analfabeta, mano de obra barata, esclavos sin porvenir porque nunca aprendieron nada más que a agachar la cabeza para labrar el campo.

Es la historia no solo de esta institución, sino de muchas escuelas rurales cerradas en el país, a pretexto de modernización, cerrando la única oportunidad de aprender en el mejor laboratorio de vida que es el campo, pero también aprender las ciencias sociales, la matemática y los saberes que les darán armas para exigir derechos.

¡Hasta cuándo estaremos quietos ante la injusticia? ¿Quién defiende los derechos de estos estudiantes? Por supuesto que seremos nosotros mismos, la comunidad, la colectividad, los que nos identificamos con ellos. La vida trae problemas y también caminos. Y por supuesto que uno de ellos, el más valioso es la unidad y la lucha.






martes, 26 de abril de 2016

DE QUÈ ESTÀ HECHO EL PUEBLO ECUATORIANO?

Con inmenso gusto les comparto este artículo de Andrès Lòpez

¿De qué está hecho el pueblo ecuatoriano? Crónica entre escombros


Un hombre se expresa en una cola para recibir suministros en Manta el 20 de abril (Crédito: LUIS ACOSTA/AFP/Getty Images)
(CNN Español) - Corría tan de prisa como podía, jadeaba y las gotas de sudor empapaban mi rostro. Faltaban dos cuadras para llegar. Junto a mí, centenares de personas se precipitaban y gritaban: “¡Encontraron uno vivo! ¡está atrapado en los escombros!”.
Cuando llegamos, una voz exigía silencio. Los rescatistas parecían sabuesos hurgando entre los fierros y los desechos de un edificio de seis pisos, del cual sólo quedaba la planta baja.
Era domingo 17, un día después del terremoto que ha dejado cientos de muertos y miles de heridos. Estábamos en Portoviejo. El sismo había desbaratado las estructuras de la mayoría de los edificios del centro de la ciudad. No había agua, ni luz, ni comunicación telefónica.
Ahora que lo pienso, no sé qué fue más impactante, si caminar en medio de una población devastada, o ver las expresiones de la gente. Gestos de terror, de angustia, de descontrol.
Por primera vez sentí que el periodismo era insuficiente, porque la situación lo desbordaba todo. Supe que no habría texto capaz de reflejar el dolor que vi en los ojos de una señora que llorando se acercó a pedirme ayuda porque no encontraba a su nieta. ¡Ayuda! ¡Cómo podía ayudar?! Sólo atiné a decir que el auxilio estaba en camino, (aunque sólo era una presunción). Frustrado, la abracé y le dije que tuviera paciencia. Me sentí estúpido.
Regresé la mirada sobre las tareas de rescate y no había noticias. Los socorristas deliberaban y trabajaban con cautela, como en una cirugía mayor. Entre la vida y la muerte solo media un movimiento brusco. La tensión era insoportable al imaginar, debajo del concreto, vidas luchando por vivir, gente atrapada y sin moverse, como en un ataúd.
Al cabo de unas horas, los rescatistas anunciaron que el quejido humano había desaparecido y que ya no había esperanzas de supervivencia. Claro, era el día de la muerte, y su presencia macabra dejaba en los barrios una estela de desolación.
Nunca antes Ecuador derramó tantas lágrimas, nunca, un dolor semejante.
Tal vez por eso, tres días después del terremoto, la ayuda solidaria de Ecuador y el mundo fue desbordante. Miles de voluntarios, sin distingo de clases sociales, edad o género, se volcaron a los centros de acopio para clasificar y preparar kits de ayuda.
Viajé a la zona del desastre, esta vez a Tarqui, la parroquia más destruida de la ciudad de Manta para constatar cómo llegaba la ayuda a los damnificados.
La temperatura por la mañana era de 30 grados centígrados y a las 12:00 del día subió a 35.
Más de seis mil personas hacían fila apelotonados, esperando a la intemperie que llegaran los camiones con comida. Bebés de pecho, niños llorando y fastidiados, mujeres embarazadas, adultos mayores resistían el maltrato con estoicismo. Seguramente el hambre era más fuerte.
La distancia entre el centro de acopio y el lugar de distribución era poco más de un kilómetro. La gente lo sabía y por eso reclamaban a gritos: ¡¿Por qué no llegan los camiones?!
Resultaba inexplicable. Unas horas antes, yo estuve en las bodegas y estaban repletas.
El tiempo, sofocante, pasaba lentamente. Eran las 10:00 de la mañana y el calor se tornaba intenso. Una anciana se desmayó y no había una unidad médica. Uno de los vecinos derramó un poco de agua en su cabeza y otros la ventilaban con cartones.
A las 11:30 finalmente llegó un camión militar con agua y comida. Vi a un oficial que lideraba el operativo y le pregunté: ¿Por qué la distribución de los víveres empieza a esta hora y no a las 6:00? Fuera de cámara me dijo que la ayuda fluía sin novedad, pero los mandos políticos que "buscan protagonismo" estancaban la distribución y entonces el reparto se hacía “lento”.
Desde muy temprano una unidad móvil del gobierno se ubicó en el lugar exacto dónde se entregarían las fundas con víveres. Las cámaras permanecieron apagadas e indiferentes mientras el caos reinaba alrededor; se encendieron sólo para registrar la entrega de la comida.
Más allá de ciertas miserias humanas, el pueblo tiene un espíritu inagotable de solidaridad. Los ecuatorianos lloramos a nuestro muertos, pero tenemos la convicción de que la sangre derramada será inspiración para el futuro inmediato. La tragedia no terminará en un mes o dos. La reconstrucción de las ciudades devastadas es una tarea de largo aliento y el Ecuador lo tiene claro.
Escuché decir que una catástrofe revela de qué estamos hechos. Pues entonces con orgullo puedo decir que de templanza, coraje, fe y optimismo. De eso está hecho el pueblo ecuatoriano.

JUNTOS SALDREMOS ADELANTE


domingo, 24 de abril de 2016

La Ronda

Seis años, La Ronda, què felicidad caminar con los pies desnudos contra la corriente de la lluvia helada que corrìa como serpiente transparente. Què alegrìa indescriptible tomar de la mano a mis hermanos pequeños, yo era la grande, y caminar chapoteando aunque presentìa el enojo de mi madre. Cuànta inocencia y felicidad compartida con mis hermanos.

Pero esos no son los ùnicos recuerdos. Yo estudiaba en el primer grado de la escuela Josè Peralta, a la vuelta de la esquina. Algunas veces escuchaba el timbre de la escuela y salìa en picada. Corrìa hasta meterme en la fila de las niñas de primer grado. En una ocasiòn, la señorita que estaba de turno decìa por el micròfono que era obligatorio para cuidar nuestra salud que debìamos comer las tres comidas. No entendìa a que se referìa, pero, asustada yo, cuando mi maestra me preguntò que habìa comido esa mañana, ya tenìa una respuesta. Le dije que habìa comido tres panes, uno con queso, uno con mantequilla y uno con jamòn, y tres tazas de leche, una con chocolate, una con cafè y una solo de leche. Ingenuamente creìa que si no completaba esas tres comidas en el desayuno me iban a regresar de la escuela.

Ah inocencia, cuanto hubiera dado algunos momentos por regresar a esas travesuras que yo creìa que eran pecados, como arrodillarme en el suelo en la iglesia de Santo Domingo para mirar si el cura que daba la misa tenìa pantalòn a màs del vestido, o ponerme en la columna para comulgar, por pura curiosidad del sabor de esa masita redonda, o entrar sin santiguarme y me doy la vuelta para no pecar y beso el candado de la urna de las limosnas, tremendo susto, porque estaba con electricidad.

Luego, La Ronda se hizo lejana en mi paisaje, el agua ya no era tan limpia y mis pies habìan crecido demasiado como para chapotear en el hielo de la lluvia de Quito.